Viajes con mi perro

La fidelidad y la muerte por Konrad Lorenz.




Hace días me encontré a un amigo de perros que había perdido al suyo de una manera un tanto trÔgica...quizÔs sea exagerado denominarla así, pero creo que si es triste que se muera tu perro de viejo, mÔs aún lo es cuando en apenas un par de meses observas impotente, como le pasó a mí amigo, como tu perro se muere de una leucemia galopante con tan solo 3 años de edad y cuando apenas unos meses antes era nuestro compañero fiel lleno de vida..

Tras nuestro breve encuentro en la calle me despedĆ­ de Ć©l pensando en el extraƱo vacĆ­o que nuestros perros dejan en nuestra vida cuando se van e intentĆ© recordar donde habĆ­a escuchado un diĆ”logo entre dos personajes uno de las cuales se queja de sentirse solo y el otro le responde algo asĆ­ como "que me va Vd. a decir a mĆ­ de soledad, yo que ya enterrĆ© a varios perros..". Creo que fue en la adaptación por parte de Garci de la novela "El Abuelo"de Perez Galdós, pero no estoy segura…

En cualquier caso es en honor al perro antes citado y a su atribulado dueño y por extensión a todos lo dueños que estén pasando por algo así que copio a continuación las bonitas reflexiones que Konrad Lorenz escribió sobre el triste momento de decirle el adiós definitivo a nuestros perros:

"Cuando Dios creó el mundo, debió de tener motivos inescrutables para asignar al perro una vida cinco veces mÔs corta que la de su amo. En la existencia humana se sufre ya bastante cuando se ve obligado a decir adiós a una persona amada y se da cuenta de que se aproxima el momento de la separación, puesta de manifiesto por el simple hecho de que la persona en cuestión nació una veintena de años antes que nosotros. En este punto uno se tendría que preguntar si es acertado entregar una parte del propio corazón a una criatura que caerÔ en la vejez y en la muerte antes de que un ser humano, nacido el mismo día, apenas si puede decirse que ha abandonado la infancia. Es una advertencia bien triste respecto a la caducidad de la vida ver como el perro que se ha conocido pocos años antes-que mÔs bien parecen meses-en forma de cachorro gracioso y juguetón, comienza a mostrar los síntomas de la vejez y se sabe que al cabo de dos años, tres como mÔximo tendrÔ que morir. Confieso que ver envejecer a un perro al que quiero, siempre ha arrojado una sombra sobre mi Ônimo, ha tenido una parte no despreciable en la formación de esas nubes oscuras que enmarcan la visión del futuro que todo hombre se forma.

A esto hay que añadir las duras luchas interiores que todo amo ha de superar cuando, al final, cae presa de una enfermedad senil incurable y surge el problema tristísimo de si ha de hacerle el último favor de procurarle una muerte sin dolor. Doy gracias al destino de que, por mÔs que resulte extraño, hasta el momento me haya ahorrado esta pena. Con una sola excepción, todos mis perros han muerto a edad avanzada, de improviso y sin sufrir. Pero, por otra parte esto es algo con lo que no se puede contar; por ello no puedo reprochar a aquellas personas sensibles que no quieren saber nada de perros por el dolor que le producirÔ su irremisible muerte.

Pero, pensÔndolo bien tengo que enfadarme con ellas. En la vida humana, un destino fatal nos enseña que hay que pagar cada alegría con un tributo de dolor y el individuo que se prohíbe a si mismo las pocas alegrías lícitas y éticamente correctas de la existencia por temor a saldar la cuenta que el destino les presentarÔ tarde o temprano, no puedo considerarlo sino un ser pobre y mezquino. Aquel que quiere ser avaro con la moneda del dolor que se retire a una buhardilla, como un viejo solterón, y se vaya secando poco a poco como estéril planta que nunca dio fruto.

Ciertamente la muerte de un perro fiel que nos ha acompaƱado durante quince aƱos de nuestra vida, es origen de un gran dolor, tan grande, casi, como la pĆ©rdida de una persona amada. Pero en un punto muy importante resulta mĆ”s fĆ”cil de soportar que esta: el lugar que la persona amada ha ocupado en nuestra vida permanece vacĆ­o para siempre, mientras que el del perro puede ser ocupado de nuevo. Es cierto que los perros poseen una individualidad, una personalidad en el verdadero sentido de la palabra y yo soy el Ćŗltimo que lo negarĆ­a; pero se asemejan entre sĆ­ mĆ”s que los seres humanos. La diferencia individual entre seres vivos estĆ” en exacta razón directa con el nivel de su desarrollo intelectual: dos peces de la misma especie son prĆ”cticamente idĆ©nticos entre sĆ­ en todas las manifestaciones de acción y reacción; un buen conocedor de las grajillas y los hĆ”msters podrĆ” descubrir entre dos ejemplares notables diferencias individuales; dos cuervos imperiales o dos gansos grises pueden tener, en ocasiones, una personalidad marcadamente distinta; esto ocurre en medida mucho mayor en el caso del perro que, como animal domesticado, muestra incluso en el comportamiento una gama extraordinariamente mĆ”s amplia de variaciones individuales que los demĆ”s animales no domesticados. Sin embargo, por otra parte, en los estratos profundos, instintivos, de su psique, en aquellos factores que determinan la relación con el amo, los perros son muy parecidos entre sĆ­; si a la muerte de un perro enseguida se adquiere un cachorro de la misma raza, en la mayorĆ­a de los casos se irĆ” apoderando poco a poco en nuestro corazón y en nuestra vida, del sitio que la desaparición del viejo amigo habĆ­a dejado desgraciadamente vacĆ­o.

Puede ocurrir incluso que este consuelo surta un efecto tan rÔpido y completo que nos haga sentir un poco de vergüenza por nuestra infidelidad al amigo desaparecido. Aquí, una vez mÔs el perro es mÔs fiel que el hombre. Si hubiera muerto su amo, con toda seguridad que al menos durante seis meses el animal no habría encontrado un sustituto que le consolara. Tal vez estas consideraciones pueden aparecer sentimentales y ridículas a quienes no quieren reconocer obligaciones para con un animal. Por lo que a mí se refiere, estas obligaciones han determinado unas reacciones muy particulares en mi comportamiento.

Cuando un dĆ­a mi viejo Bully quedó tendido, como fulminado, lamentĆ© profundamente no tener ningĆŗn descendiente suyo que pudiera ocupar el sitio. Yo tenĆ­a entonces diecisiete aƱos, y la muerte de Bully habĆ­a sido la primera pĆ©rdida de un perro que sufrĆ­a. No encuentro palabras para describir la pena que me produjo la desaparición de este perro. HabĆ­a sido mi compaƱero inseparable y el ritmo renqueante de su trote-Bully cojeaba a causa de la ruptura mal curada de un hombro-habĆ­a llegado a identificarse con el ruido de mis pasos de tal forma, que ya no oĆ­a su ruidoso trotar ni el jadeo que lo acompaƱaba. Cuando le perdĆ­, no dejaba de echarle de menos. En los primeros dĆ­as despuĆ©s de la muerte de Bully comprendĆ­ de acuerdo con quĆ© mecanismo psicológico se pudo y se debió formar en las almas sencillas la creencia en los espĆ­ritus de los difuntos. Haber oĆ­do durante aƱos enteros el paso del perro que me seguĆ­a pegado a los talones, habĆ­a dejado en mi cerebro una impresión tan indeleble-fenómeno, Ć©ste, que la psicologĆ­a llama reproducción eidĆ©tica-que incluso al cabo de algunas semanas de su muerte le oĆ­a realmente, con toda claridad, trotar detrĆ”s de mĆ­. Si me ponĆ­a escuchar intencionadamente su trato y su jadeo, Ć©stos desaparecĆ­an al momento, pero  tan pronto como me ponĆ­a a pensar en alguna otra cosa, me parecĆ­a volver a escucharlos. Solo cuando Tito, que por entonces era una perrita joven, graciosa y atrevida, empezó a seguirme, se esfumó para siempre el espĆ­ritu de Bully, del renqueante fantasma canino.

TambiĆ©n Tito hace mucho que murió (¡CuĆ”nto tiempo Dios mio!!). Pero su espĆ­ritu sigue hoy mis pasos, y he sido yo quien lo ha querido asĆ­. Esta es precisamente la curiosa reacción de la que he hablado antes: cuando Tito yacĆ­a muerta a mis pies, me dĆ­ cuenta de que otro perro podĆ­a ocupar su sitio, de la misma forma que ella habĆ­a ocupado el de Bully. Pero me avergoncĆ© de mi infidelidad y entonces hice a Tito  un juramento un tanto extraƱo : en lo sucesivo sólo me acompaƱarĆ­an sus descendientes.

Por razones de orden natural, el hombre no puede ser fiel a un solo perro, pero si puede serlo a su descendencia. En la esencia misma de la naturaleza radica la razón de por quĆ© esta fidelidad es mĆ”s importante que aquella otra a un solo individuo. Cuando mi pequeƱa Susi, cuyos antepasados conozco hasta la octava generación( en nuestras crĆ­as se practicaba y tenĆ­a por lĆ­cita una buena dosis de endogamia), ante una visita inoportuna, a la que yo hipócritamente doy la bienvenida, no se deja engaƱar a mis palabras, sino que se pone a gruƱir y ladrar ( despuĆ©s llega incluso a morderlo), esta facilidad suya para adivinar mi estado de Ć”nimo real no es tan solo un rasgo caracterĆ­stico de Tito, que la pequeƱa ha heredado, sino que es la misma Tito. Cuando Susi va a cazar ratones en el hermoso prado seco, con aquellos grandes saltos en arco, tĆ­picos de numerosos animales de cazadores de estos roedores, y con su desorbitada pasión por esta actividad que distinguĆ­a a su precursora, la chow-chow Pygi, en aquel momento es la misma Pygi. Y cuando, durante el adiestramiento, pone en prĆ”ctica los mismos pretextos y trucos que Stasi, once aƱos antes, o incluso cuando, como Ć©sta, se baƱa con increĆ­ble regocijo en cada charca que encuentra a su paso y luego llega a casa toda mojada y con aire de total inocencia, es la propia Stasi. Y cuando me sigue pegada a los talones por silenciosos senderos a travĆ©s de los prados, por carreteras polvorientas o por las calles de la ciudad, con todos los sentidos atentos para no perderme, ella es todos los perros que han caminado pegados a los talones de su amo, desde el dĆ­a en que el primer chacal dorado comenzó a hacerlo: ¡una suma incalculable de amor y fidelidad!

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